Texto del filósofo alemán Georg WF. Hegel, uno de los fundadores de la filosofía occidental moderna.
Conflicto entre la razón y la fe
La cultura ha elevado de tal manera a nuestro tiempo por encima de la antigua oposición entre razón y fe, entre filosofía y religión positiva, que esa contraposición entre creer y saber ha adquirido un sentido muy diverso y se encuentra ahora trasladada al seno mismo de la filosofía. Que la filosofía sea una sierva de la fe, como se decía antiguamente, y contra lo cual la filosofía afirmó definitivamente su absoluta autonomía: tales representaciones o expresiones han desaparecido, y la razón —si por lo demás es razón lo que se llama así—, se ha hecho valer de tal manera en la religión positiva, que hasta un ataque de la filosofía contra lo positivo, los milagros y asuntos semejantes se consideraría como algo superado y oscurantista; y Kant no tuvo suerte alguna con su intento de revivir la forma positiva de la religión con un significado tomado de su filosofía, no porque con ello se cambiara el sentido propio de aquellas formas, sino porque no parecían ya merecer ese honor.
Cabe sin embargo preguntar si la razón triunfadora no experimentó aquel destino que suele acompañar a las fuerzas vencedoras de las naciones bárbaras, frente a la debilidad subyugada de las naciones cultas: mantener la supremacía externa, pero verse sometida en espíritu a los vencidos.
Si se mira a la luz el glorioso triunfo reportado por la razón ilustrada sobre aquello que, de acuerdo con su menguada comprensión de lo religioso, ella veía frente a sí como fe, vemos que pasó lo mismo: ni siguió siendo religión aquello positivo contra lo cual luchaba, ni ella siguió siendo razón al vencer, y el engendro que se eleva triunfante por encima de esos cadáveres, como el hijo común que los une, tiene en sí tan poco de razón como de auténtica fe.
Al haberse ya rebajado la razón en sí y para sí, por haber comprendido la religión únicamente como algo positivo y no de manera idealista, no pudo hacer nada mejor que, al terminar la lucha, mirarse ella misma, lograr su autoconocimiento y reconocer su nulidad, al colocar lo mejor de ella, por no ser ella más que entendimiento, como un más allá, en una fe fuera de ella y por encima de ella, tal como ha sucedido en las filosofías de Kant, de Jacobi y de Fichte, convirtiéndose así de nuevo en sierva de una fe.
Según Kant, lo suprasensible no es adecuado para que lo conozca la razón; la idea suprema no tiene a la vez realidad. Según Jacobi, la razón se avergüenza de mendigar y para labrar la tierra no tiene manos ni pies; a los hombres sólo se les ha otorgado el sentimiento y la conciencia de su ignorancia de lo verdadero, únicamente el presentimiento de la verdad en la razón, la cual no es otra cosa que algo subjetivo en general e instinto. Según Fichte, Dios es algo inconcebible e impensable; el saber sólo sabe que nada sabe y tiene que refugiarse en la fe.
Según todos ellos, el Absoluto no puede estar, siguiendo la antigua distinción, ni en pro ni en contra de la razón, sino por encima de ella.
El comportamiento negativo de la ilustración, cuyo aspecto positivo eran sus vanos aspavientos sin consistencia, se otorgó una consistencia al comprender su propia negatividad y, por una parte, se liberó de su vanidad mediante la pureza e infinitud de lo negativo, pero por otra parte precisamente por ello no puede tener, como saber positivo, más que lo finito y lo empírico, mientras que lo eterno está más allá, de modo que para el conocimiento es vacío, y no puede llenar ese infinito espacio vacío sino con la subjetividad del anhelo y del presentimiento, – y así, lo que en otro tiempo se consideraba la muerte de la filosofía, el que la razón tuviera que renunciar a su estar en el absoluto, que se excluyera sin más de él y se comportara con respecto a él sólo de manera negativa, se ha convertido ahora en el punto supremo de la filosofía, y el no ser de la Ilustración, al haberse vuelto consciente, se ha convertido en sistema.
Las filosofías imperfectas pertenecen de manera inmediata, por su misma imperfección, a una necesidad empírica, y por ello mismo se puede comprender el aspecto de su imperfección en esa y desde esa necesidad; en tales filosofías lo empírico, que se encuentra en el mundo como realidad vulgar, se halla unido a la conciencia en forma de concepto y por ello mismo justificado. El principio subjetivo común de las susodichas filosofías no es, por una parte, una forma restringida del espíritu perteneciente a un corto período o a un grupo reducido; mientras que, por otra parte, la poderosa forma del espíritu que constituye su principio alcanza sin duda en ellas la plenitud de su conciencia y de su formación filosófica como para ser expresada plenamente al conocimiento.
Ahora bien, la gran forma del Espíritu universal que se ha dado a conocer en esas filosofías es el principio del norte y, viéndolo religiosamente, del protestantismo: la subjetividad, en la cual se expresan la belleza y la verdad en sentimientos y convicciones, en el amor y el entendimiento.
La religión edifica sus templos y altares en el corazón del individuo, y los suspiros y las oraciones buscan al Dios de cuya contemplación él se priva, porque está presente el peligro del entendimiento que podría tomar lo contemplado como una cosa, al bosque como leña.
Es cierto que también lo interior debe exteriorizarse, la intención alcanzar efectividad en la acción, el sentimiento religioso inmediato expresarse en movimientos externos, y la fe, que escapa a la objetividad del conocimiento, objetivarse en pensamientos, conceptos y palabras; pero el entendimiento separa estrictamente lo objetivo de lo subjetivo, y lo objetivo viene a ser lo carente de valor y lo malo, así como la lucha de la belleza subjetiva debe esforzarse para salvaguardarse adecuadamente de la necesidad por la cual lo subjetivo se vuelve objetivo, y lo que debería omitirse por completo es aquella belleza que se vuelve así real y se entrega a la objetividad, así como la conciencia que pretende orientarse hacia su manifestación y hacia la misma objetividad, a conformar el fenómeno o, una vez conformado, a moverse en él; porque ello sería un exceso peligroso y un mal, ya que el entendimiento podría convertirlo en algo, así como sería una superstición todo bello sentimiento que se convirtiera en contemplación sin dolor.
Este poder que le es otorgado al entendimiento por la belleza subjetiva, y que a primera vista parece contradecir el anhelo de esa misma belleza que vuela más allá de lo finito y para el cual eso finito no es nada, es un aspecto tan necesario para ella como su esfuerzo contra él; y se da a conocer en la exposición de las filosofías de esa subjetividad. Precisamente por su huida frente a lo finito y por el afincarse de la subjetividad, la belleza se les convierte en cosas sin más, el bosque en leña, las figuras en cosas que tienen ojos y no ven, oídos y no oyen, y como los ideales no pueden ser tomados en la realidad completa propia del entendimiento como troncos y piedras, se les convierten en ficciones, y toda relación con ellos aparece como un juego insustancial o como dependencia de objetos y como superstición.
Pero junto a ese entendimiento, que por todas partes sólo ve finitud en la verdad del ser, la religión como sentimiento, como amor eternamente anhelante, tiene su aspecto sublime al no quedarse adherida a ninguna contemplación o goce pasajero, sino anhelar la belleza y la libertad eterna. Como anhelo ella es algo subjetivo; pero lo que busca y no le es dado contemplar es lo absoluto y eterno.
Ahora bien, si el anhelo encontrara su objeto, la belleza temporal de un sujeto en cuanto singular sería su felicidad, la perfección de una entidad perteneciente al mundo; pero en la medida en que la belleza individualizara efectivamente la felicidad, dejaría de ser belleza. Sin embargo, como cuerpo de la belleza interior, la existencia empírica misma deja de ser temporal y algo propio. La intención no se ve manchada por su objetividad como acción, y la acción, así como el goce, no se ven elevados por el entendimiento a ser algo opuesto a la verdadera identidad de lo interior y de lo exterior.
El conocimiento supremo consistiría en saber qué cuerpo es aquel en el cual el individuo no sería un singular y en el que el anhelo llegaría a la contemplación perfecta y al goce bienaventurado.