El amor o la verdad suele ser menos evidente de lo que parece y el filósofo Vladimir Jankélévitch nos lo explica.
Al parecer, la moral tiene una reputación dividida. Algunas personas van al extremo de establecer las reglas morales como una prisión para el pensamiento y la conducta, afectando la libertad misma del ser humano y conteniendo el impulso natural de la vida. Otras personas, aborrecen la moral sin importar el tipo y sueñan con sobrellevar una vida sin principios morales ni normas.
Estos polos opuestos evidencian ya la dimensión del problema. Los seres humanos son sociales por naturaleza, conviven con otros y eventualmente generan conflictos. Y a diferencia de los animales, y como seres conscientes, nuestros problemas con otros son de otro orden. Quizá se pelea por alimento y espacio en nuestra supervivencia, pero evolutiva y culturalmente aprendimos a resolver los conflictos de distintas maneras, a matarnos entre nosotros, por ejemplo.
La moral surge de observar y estudiar nuestra convivencia. Este campo es amplio y puede decirse que la moral es necesaria. La moral nos invita constantemente a reflexionar sobre nuestros actos, a entenderlos en nuestro marco subjetivo; entonces actuar moralmente es una forma de actuar conscientemente, usando el entendimiento y el juicio evitando actuar por nuestros instintos.
Entonces la moral es una capacidad constante de desarrollo que nos insta a reflexionar sobre la manera en que actuamos y sobre la mejor manera de hacerlo en nuestra convivencia con otras personas.
En este sentido, comentamos una breve exposición de Vladimir Jankélévitch (1903-1985), filósofo francés destacado por sus reflexiones sobre la moral. Fue un filósofo que alimentó la reflexión de su propia existencia a través de la filosofía.
Jankélévitch vivió de forma clandestina en el sur de Francia durante la ocupación nazi, distribuía panfletos de resistencia y ocultaba refugiados en su casa. Para él, eso significaba actuar moralmente: comprometerse con una acción y con una causa.
A continuación, Vladimir Jankélévitch expone de forma breve pero sustancial una cuestión con importantes efectos morales: ¿Qué es más importante, el amor o la verdad? También, el filósofo crea otras cuestiones que tienen un efecto potencial en nuestro actuar cotidiano. Por ejemplo, si las virtudes como la sinceridad y la honestidad necesitan del amor para ejercerse, o si algunas veces es mejor mentir.
Se cita el texto:
Sí: el amor es más verdadero que la verdad. No sé si lo dije, pero me parece muy justo decir que el amor es más importante que la sinceridad, por ejemplo. ¿Qué es la sinceridad sin el amor? Eso no vale para nada. Más vale ser un hipócrita, entonces. El amor da valor a todas las virtudes. Sin amor, la virtud no es más que “címbalo que retiñe”, como dice el apóstol. Es el amor el que las vivifica: sin amor las virtudes no son nada. El amor no es, entonces, extraño a la verdad. Yo diría incluso que se trata de una “sobre-verdad”, es el fundamento de la verdad. Es “sobreverdadero”, si es que puede decirse así.
De ahí que la sinceridad por sí misma no valga nada y que aquellos que la predican independientemente del amor se empecinen en ni siquiera mencionarlo (como Kant, que es un teórico del desinterés, o San Agustín, con quien Kant estaba enteramente de acuerdo). ¿Qué es esa sinceridad? Es como ser sincero con la Gestapo, por ejemplo. Si yo escondo a alguien de la Resistencia en un armario y alguien de la Gestapo me pregunta si está ahí y yo respondo: “Sí, está ahí”, porque esa es la verdad, ¿qué soy yo? Soy un canalla. Mi deber más sagrado es mentir. La mentira, entonces, desde ese punto de vista, es más preciosa que la verdad o que la sinceridad, es más importante que una verdad más profunda, más general, que va más allá.
Decir una verdad puntual porque es la verdad, como las personas que dicen verdades brutales, es mentir. Yo pienso que con esas personas, la mentira es un deber.
Sin amor, la virtud no es más que ‘címbalo que retiñe’, como dice el apóstol
Jankélévitch retoma un fragmento de la Primera epístola a los corintios de San Pablo, el capítulo 13, que en ocasiones ha sido acompañado del subtítulo “Del amor verdadero”. En esos versículos, San Pablo expone el amor según la doctrina cristiana. Para el cristianismo, esa es la forma perfecta de amor: un amor total, desinteresado y devoto. A continuación se cita el texto.
Si no tengo amor, de nada me sirve hablar todos los idiomas del mundo, y hasta el idioma de los ángeles. Si no tengo amor, soy como un pedazo de metal ruidoso; ¡soy como una campana desafinada!
Si no tengo amor, de nada me sirve hablar de parte de Dios y conocer sus planes secretos. De nada me sirve que mi confianza en Dios me haga mover montañas.
Si no tengo amor, de nada me sirve darles a los pobres todo lo que tengo. De nada me sirve dedicarme en cuerpo y alma a ayudar a los demás.
El que ama tiene paciencia en todo, y siempre es amable.
El que ama no es envidioso, ni se cree más que nadie.
No es orgulloso.
No es grosero ni egoísta.
No se enoja por cualquier cosa.
No se pasa la vida recordando lo malo que otros le han hecho.
No aplaude a los malvados, sino a los que hablan con la verdad.
El que ama es capaz de aguantarlo todo, de creerlo todo, de esperarlo todo, de soportarlo todo.
Sólo el amor vive para siempre. Llegará el día en que ya nadie hable de parte de Dios, ni se hable en idiomas extraños, ni sea necesario conocer los planes secretos de Dios. Las profecías, y todo lo que ahora conocemos, es imperfecto. Cuando llegue lo que es perfecto, todo lo demás se acabará.
Alguna vez fui niño. Y mi modo de hablar, mi modo de entender las cosas, y mi manera de pensar eran los de un niño. Pero ahora soy una persona adulta, y todo eso lo he dejado atrás.
Ahora conocemos a Dios de manera no muy clara, como cuando vemos nuestra imagen reflejada en un espejo a oscuras. Pero, cuando todo sea perfecto, veremos a Dios cara a cara. Ahora lo conozco de manera imperfecta; pero cuando todo sea perfecto, podré conocerlo como él me conoce a mí.
Hay tres cosas que son permanentes: la confianza en Dios, la seguridad de que él cumplirá sus promesas, y el amor. De estas tres cosas, la más importante es el amor.
San Pablo predicó la consigna del mandamiento de Jesús, “amaos los unos a los otros como yo los he amado”, bajo la forma del “ágape”, que fue traducido en latín como “caridad” y en versiones más recientes de la Biblia, ha vuelto a la sencillez del término “amor”, tan elemental y al mismo tiempo significativo.
Siguiendo a Vladimir Jankélévitch, se puede decir que para encontrar la verdad no hace falta términos complejos, sino amar la vida de tal modo que nuestras acciones nos conduzcan a la verdad.